La estética medieval
era principalmente teológica: la belleza está al servicio de la revelación,
sirve para expresar las verdades cristianas. El arte medieval se vio influido
por la inmaterialidad de Plotino: para los autores medievales la belleza está
en la expresión, no en las formas, es una estética subjetiva. Las figuras
artísticas pierden corporeidad, se pierde interés por la realidad, las
proporciones, la perspectiva. En cambio, se acentúa la expresión, sobre todo en
la mirada; los personajes se simbolizan más que se representan. El arte tenía
en esta época una función social, práctica, didáctica. El artista –o más bien
artesano– no era creativo, realizando una labor que traducía conceptos
colectivos y no individuales. Era un arte simbólico, donde todos sus
componentes (espacio, color, iconografía) tenían un significado, generalmente
religioso. Fue en esta época cuando se relacionó por primera vez el arte con la
belleza, sintetizado en la expresión ars pulchra («arte bello») presente en la
obra goliárdica Carmina Cantabrigensia (siglo XII). Por otro lado, en un
intento de alegorización de la realidad inspirado en la tradición mítica griega
y en la interpretación rabínica judía, los Padres y teólogos cristianos –desde
Orígenes hasta Ambrosio de Milán, Juan Casiano y Juan Escoto Erígena–
desarrollaron un concepto simbólico de la naturaleza, que tendría gran
relevancia en el desarrollo posterior de la estética de acuerdo con la
interpretación semiótica de la realidad.
En la Biblia, pese a
su carácter eminentemente religioso, hay algunas reflexiones sobre estética: en
el Génesis se dice que «vio Dios todo lo que había hecho [el mundo] y he aquí
que era bueno en gran manera» (Gé, 1:31). Este «bueno» tenía en hebreo un
sentido más ético, pero en su traducción al griego se empleó el término καλός
(kalós, «bello»), en el sentido de la kalokagathía, que identificaba bondad y
belleza; aunque posteriormente en la Vulgata latina se hizo una traducción más
literal (bonum en vez de pulchrum), quedó fijada en la mentalidad cristiana la
idea de la belleza intrínseca del mundo como obra del Creador. En el Libro de
la Sabiduría se expone la belleza de la creación como prueba de la existencia
de Dios, al tiempo que se identifica la belleza de la naturaleza y el arte con
«cualidades divinas». También se relata que Dios creó el mundo «según medida,
número y peso» (omnia in mensura et numero et pondere), dando origen a una
teoría matemática de la belleza que tendría gran relevancia durante toda la
Edad Media. Algunas otras referencias a conceptos estéticos aparecen en el
Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, trasluciendo una concepción más
puramente semítica que relativiza la belleza y la subordina a postulados
morales; así, en los Proverbios de Salomón se dice que «falsos son los encantos
y vana la belleza» (fallax gratia et vana est pulchritudo, Pr 31:30). Así pues,
tanto la belleza como vanidad o entendida como expresión de la creación de Dios
estarán presentes en toda la teología cristiana.
El primer
cristianismo se nutrió de la filosofía neoplatónica (Plotino, Porfirio,
Jámblico, Proclo), donde el mundo de las ideas de Platón o el Uno de Plotino se
identificaban con Dios. La filosofía –o, más propiamente, teología– cristiana
era pues sintética, asimilando toda la tradición grecorromana: en el terreno
estético, adoptaron la belleza espiritual de Platón, la belleza moral estoica,
la concepción artística aristotélica, la retórica ciceroniana, la poesía
horaciana y la arquitectura vitruviana.39 Se puede apreciar en la obra de
autores como Orígenes, Lactancio, Tertuliano y Pseudo-Dionisio: para Orígenes,
el arte venía de Dios, que es el «supremo artista»: Dios es la belleza suprema,
por lo que la búsqueda de Dios es un camino estético. Tertuliano afirmó que la
naturaleza es creación de Dios, y la cultura del diablo, por lo que el arte es
una expresión del mal. Lactancio intentó demostrar que lo feo es en realidad
bello, en función de su utilidad.
Para el
Pseudo-Dionisio la belleza estaba en los «atributos metafísicos de la
trascendencia», es decir, está fuera del objeto. La obra de Dionisio es la
cristalización del pensamiento de Platón adaptado a la época: la luz es el bien
–siguiendo el modelo hipostático de Plotino–, es la medida del ser y del
tiempo. La invisibilidad de Dios se hace sensible para las cosas terrestres a
través de la luz, siendo la luz inteligible –el bien– el principio trascendente
de la unidad. Así, la belleza es la participación con la unidad. La belleza
esencial de Dionisio es la de Platón (El Banquete), la belleza absoluta que
depende de la razón. Asimila la belleza con Dios, por lo que en el mundo sólo
hay una belleza aparente, la belleza de las cosas es reflejo de la belleza
divina. Tomó de Plotino el concepto de una belleza que es propiedad de lo
absoluto, fundiendo belleza y bondad en una belleza «supraexistencial»
(̉οπερούσιον καλός). Asimismo, tomó el concepto plotiniano de emanación para
afirmar que la belleza terrestre emana de la divina. En cuanto al arte, para
Dionisio su único objetivo es acercarse a la belleza perfecta. La estética
dionisiana ejerció una enorme influencia en el concepto cristiano de belleza,
así como en la representación artística.
Lo bello
trascendental se llama belleza por la hermosura que propiamente comunica a cada
ser como causa de toda armonía y esplendor, alumbrando en ellos porciones de
belleza a la manera del rayo brillante que emana de su fuente, la luz.
San Basilio asumió
el concepto dualista griego de la belleza: por una parte, ésta es la proporción
del conjunto; por otro, siguiendo a Plotino, es la propiedad de las cosas
simples, presente en cualidades como la luz y el brillo. Afirmó que hay dos
clases de belleza, una humana y otra divina, siendo la primera superficial y
subjetiva y la segunda primordial y objetiva. Defendió el concepto de pankalía
(πανκαλία), según el cual el mundo es bello, ya que al ser creación de Dios
refleja la belleza divina. Aun así, no cabe entenderlo con que todo lo visible
sea bello y agrade por igual a todos los hombres, sino que todo es bello en
cuanto cumple una finalidad.
San Agustín
manifestó que la belleza física es símbolo de la belleza divina, y exaltó la
belleza moral sobre la sensible. Frente a la estética subjetiva de Plotino
propuso una belleza racional, material. En Sobre la belleza y la conveniencia
(De pulcro et apto), reflejó una estética sensualista de carácter estoico.
Perdido este libro, en 384 escribió Confesiones, donde confesó que la lectura
de Sobre la belleza de Plotino le hizo convertirse al cristianismo. Agustín se
sentía continuamente atraído por las formas de las cosas que le rodeaban, veía
en el mundo una belleza continua en las formas, que era deseable, atrayente y
que, tras su conversión, tendría una función significativa. Hacía una teología
estética, reflejando en todos sus libros su concepto de belleza, dentro de una
estética semántica: la forma tiene un significado, los objetos naturales se
convierten en signos para nuestra percepción. Para Agustín la belleza es
«unidad», coherencia de las partes entre sí, armonía del conjunto.
Boecio expuso en De
institutione musica una teoría neopitagórica de la música, donde reflejó un
concepto de belleza formal, basada en la proporción y el número. Este concepto
lo extrapoló al arte en general, como armonía del conjunto, basado en sencillas
relaciones numéricas, siendo más bello el objeto que presente una mayor
sencillez proporcional. Otorgó así un valor superficial a la belleza, llegando
a afirmar que la admiración por la belleza es debilidad de los sentidos.
Dividió las artes en ars y artificium, clasificación similar a la de artes
liberales y vulgares, pero en una acepción que casi excluía las formas manuales
del campo del arte, dependiendo éste tan sólo de la mente.45 Casiodoro también
defendió el carácter matemático de la belleza, afirmando que la belleza
corporal viene del alma que le infunde vida (sui corpus vivicatrix). En cuanto
al arte, destacó su aspecto productivo, conforme a reglas, señalando tres
objetivos principales del arte: enseñar (doceat), conmover (moveat) y complacer
(delectet).
Alcuino de York,
ministro de ciencias y artes de Carlomagno, distinguió entre belleza formal
(pulchra species) y belleza eterna (pulchritudo aeterna), siendo la primera el
amor por las cosas agradables, tanto en el aspecto visual como del resto de
sentidos, y la segunda el reflejo de la belleza divina, que proporciona
felicidad espiritual. Juan Escoto Erígena trató de la actitud estética, que
contrapuso a la actitud práctica, siendo la primera más elevada a nivel
espiritual. Esta actitud es desinteresada, contemplativa, evocadora del orden
divino. Su concepto de belleza, de influencia agustiniana y dionisiana, era
espiritualista, consistente en una armonía universal que se concreta en la unidad
de las cosas. La belleza es manifestación de Dios –una teofanía–: Dios se da a
conocer a través de la belleza, que es atributo de todo lo perfecto y divino,
es inefable e inexpresable.
Durante la Baja Edad
Media, y paralelamente al arte gótico, surgió la llamada «estética de la luz»:
la luz era símbolo de divinidad, lo que se reflejó en las nuevas catedrales
góticas, más luminosas, con amplios ventanales que inundaban el espacio
interior, que era indefinido, sin límites, como concreción de una belleza
absoluta, infinita. Asimismo, se otorgó gran importancia a la belleza del
color, que adquirió en la Edad Media un significado simbólico, expresando cada
color un distinto atributo o cualidad, humana o divina. Robert Grosseteste
habló del carácter matemático de la belleza, identificándola con la luz
metafísica, y distinguiendo tres tipos de luz: lux (Dios), radium (rayos de
luz) y lumen (el aire lleno de luz). El lumen refleja en los objetos, por lo
que éstos resplandecen (splendor). Afirmaba que «la luz es la belleza y adorno
de toda creación visible», así como que embellece las cosas y muestra su
hermosura. Roger Bacon racionalizó la estética de la luz, opinando que la incidencia
de la luz en los objetos produce líneas, ángulos y figuras elementales. Hugo de
San Víctor distinguió entre belleza visible e invisible: la primera, presente
en la forma, es percibida por los sentidos (imaginatio), mientras que la
segunda se encuentra en la esencia y es captada por la inteligencia
(intelligentia). La belleza invisible es la belleza suprema, que sólo capta la
mente intuitiva.
El periodo
bajomedieval fue el de la filosofía escolástica, que pretendía el estudio de
Dios desde unos postulados más racionalistas –para lo que se basaron principalmente
en la filosofía aristotélica–, pero sin renunciar a la fe. Los escolásticos
partieron de la teoría formalista agustiniana y de la belleza contemplativa
victoriana (de Hugo de San Víctor), y se centraron en cuestiones más semánticas
y estructurales de la belleza: definición y esencia de la belleza, postura del
ser humano ante lo bello, etc. Guillermo de Auvernia estableció que «es bello
lo que gusta por sí mismo» (per se ipsum placet), así como que «es bello lo que
deleita a la mente» (animum delectat) y «lo que la atrae» (ad amorem sui
allicit). Los escolásticos plantearon el carácter objetivo y condicional de la
belleza, planteando una relación entre objeto y sujeto: para que un objeto nos
guste, éste debe poseer unas cualidades que atraigan. También recogieron la
idea de belleza como proporción entre las partes proveniente de San Agustín: en
un texto franciscano del siglo XIII, la Summa Alexandri (por su autor,
Alejandro de Hales), se especifica que «es bello lo que tiene medida, forma y
orden» (pulchra est res, quando tenet modum et speciem et ordinem).
San Buenaventura
estableció que la percepción es la afinidad entre los sentidos y los objetos,
que proporciona acción, fuerza y forma: la acción da salud (radione
salubritatis), la fuerza da bondad (suavitas) y la forma da belleza
(preciositas). Se establecía así una «proporción de adecuación», que era
cambiante, subjetiva. En contraposición, propuso una «proporción de igualdad»,
que sería un último estadio, inteligible, de la belleza, comparable a la unidad
de San Agustín. En Itinerario de la mente a Dios (Itinerarium mentis ad Deum)
decía que esta igualdad no varía, sino que hace abstracción de las
circunstancias de lugar, tiempo y movimiento. Para Buenaventura, la luz es la
cosa más agradable (maxime delectabilis): la luz es la «forma sustancial» de
los cuerpos, siendo por tanto el principio básico de la belleza.
Alberto Magno
recogió dos teorías tradicionales sobre la belleza, la de la proporción
aristotélica y la del resplandor neoplatónico, sintetizándolas sobre la base de
la teoría hilemorfista de Aristóteles (la materia va unida a la forma): así
unió proporción y resplandor, resultando que la belleza se produce cuando la
materia trasluce su esencia. Definió así la belleza como el resplandor de la
forma en las diversas partes de la materia. Su discípulo Ulrico de Estrasburgo
desarrolló esta teoría dividiendo la belleza en corpórea y espiritual, a la vez
que encontró en ella dos cualidades distintas: la belleza esencial, inherente a
las cosas, y la accidental, ajena a ellas.
Santo Tomás de
Aquino recogió la tesis de Alberto Magno de la belleza como esplendor de la
forma (splendor formae). Opinaba que la percepción de la belleza es una clase
de conocimiento, exponiendo su teoría en su obra magna, la Summa Theologica
(1265-1273). En esta obra encontró una relación entre el sujeto y el objeto
(percepción): el objeto se manifiesta como forma, y el sujeto percibe gracias a
la sensibilidad; entre forma y sensibilidad hay una afinidad estructural. Para
Tomás belleza y bondad son lo mismo, aunque la belleza se dirige al intelecto y
la bondad a los sentidos. Lo bueno es material, lo bello inmaterial; lo bueno
hace desear, lo bello no tiene deseo de posesión. Distinguía en la belleza tres
cualidades: integridad (integritas), que es la estabilidad estructural del
objeto –un objeto roto o incompleto no puede ser bello–; armonía (consonantia),
es decir, la correcta proporción de las partes de un objeto; y claridad
(claritas), relacionando la belleza con la luz como símbolo de verdad, siguiendo
la tradición neoplatónica.
Por último, cabría
citar a Dante Alighieri, que en su gran obra, La Divina Comedia –junto a otros
tratados, como Il convivio y De vulgari eloquentia–, expresó varios conceptos
estéticos, muy próximos a la estética escolástica, pero con algún elemento
innovador. De Santo Tomás cogió su concepto de la belleza como consonantia y
claritas, junto a la idea de una belleza espiritual aparte de la sensorial, y
que la belleza perfecta sólo se encuentra en Dios. Pero a la belleza entendida
como un correcto ordenamiento de las partes (risulta dalle membra in quanto
sono debidamente ordinate) añadió un elemento metafísico: el amor. El amor es
un poder cósmico, que conduce a la divinidad. Para Dante, el amor es la fuente
de la belleza, igual en la naturaleza que en el arte. El artista debe crear su
obra inspirado por el amor. El arte representa a la naturaleza, que es obra de
Dios, por lo que tiene un carácter inefable: el arte es «casi nieto de Dios»
(si che vostr' arte a Dio quasi è nepote). Así, al relacionar arte y belleza,
Dante abrió el camino a la estética renacentista, alejada de postulados
teológicos.
La cultura renacentista
supuso el retorno al racionalismo, al estudio de la naturaleza, la
investigación empírica, con especial influencia de la filosofía clásica
grecorromana. La teología pasó a un segundo plano y el objeto de estudio del
filósofo volvió a ser el hombre (humanismo). Asimismo, resurgieron los
sentimientos nacionalistas, y el latín dejó de ser la lengua universal para dar
paso a las lenguas vernáculas. La estética renacentista se basó tanto en la antigüedad
clásica como en la estética medieval, por lo que a veces resultaba algo
contradictoria: la belleza oscilaba entre una concepción realista de imitación
de la naturaleza y una visión ideal de perfección sobrenatural, siendo el mundo
visible el camino para ascender a una dimensión suprasensible.
Se produjo una gran
renovación del arte, que volvió a estar inspirado en la realidad, imitando la
naturaleza. Uno de los primeros teóricos del arte renacentista fue Cennino
Cennini: en su obra Il libro dell'arte (1400) sentó las bases de la concepción
artística del Renacimiento, defendiendo el arte como una actividad intelectual
creadora, y no como un simple trabajo manual. Para Cennini el mejor método para
el artista es retratar de la naturaleza (ritrarre de natura), defendiendo la
libertad del artista, que debe trabajar «como le place, según su voluntad»
(come gli piace, secondo sua volontà). También introdujo el concepto de
«diseño» (disegno), el impulso creador del artista, que forja una idea mental
de su obra antes de realizarla materialmente, concepto de vital importancia
desde entonces para el arte moderno.
En ese contexto surgieron
varios tratados más acerca del arte, como los de Leon Battista Alberti (De
Pictura, 1436-1439; De re aedificatoria, 1450; y De Statua, 1460), o Los
Comentarios (1447) de Lorenzo Ghiberti. Alberti recibió la influencia
aristotélica, pretendiendo aportar una base científica al arte. Definió la
belleza como concinnitas (concinidad, ordenación simétrica), la perfección es
la unidad de las partes con el todo. También habló de decorum, el tratamiento
del artista para adecuar los objetos y temas artísticos a un sentido mesurado,
perfeccionista. Ghiberti fue el primero en periodificar la historia del arte,
distinguiendo antigüedad clásica, período medieval y lo que llamó «renacer de las
artes» (Renacimiento). Para Ghiberti la pintura es razonamiento, y depende de
la visión, en una relación espiritual; pero la visión es subjetiva, por lo que
el juicio es arbitrario.
El Renacimiento puso
especial énfasis en la imitación de la naturaleza, lo que consiguió a través de
la perspectiva o de estudios de proporciones, como los realizados por Luca
Pacioli sobre la sección áurea: en De Divina Proportione (1509) habló del
número áureo –representado por la letra griega φ (fi)–, el cual posee diversas
propiedades como relación o proporción, que se encuentran tanto en algunas
figuras geométricas como en la naturaleza, en elementos tales como caracolas,
nervaduras de las hojas de algunos árboles, el grosor de las ramas, etc.
Asimismo, atribuyó un carácter estético especial a los objetos que siguen la
razón áurea, así como les otorgó una importancia mística.
En otro campo de
investigación, Leonardo Da Vinci se preocupó esencialmente de la simple
percepción, la observación de la naturaleza. Buscaba la vida en la pintura, la
cual encontró en el color, en la luz del cromatismo. Para Leonardo era más
importante el color que la línea, y con éste creó sus composiciones, creando
los contornos con una transición de tonos (sfumato). En Tratado de la pintura
(1651) expuso su teoría del arte, el cual necesita la aportación de la
imaginación, de la fantasía. La pintura es la suma de la luz y la oscuridad
(claroscuro), lo que da movimiento, vida. Según Leonardo, la tiniebla es el
cuerpo y la luz el espíritu, siendo la mezcla de ambos la vida.
Nicolás de Cusa trató la
estética en sus obras De mente, De ludo globi y Tota pulchra, donde recogió el
concepto platónico de belleza como cualidad ideal, no material, siendo la idea
la que forma el «resplandor de la belleza» (resplendentia pulchri). Para Cusa,
el arte consiste en componer el conjunto de la materia (congregat omnia),
otorgando unidad a la pluralidad (unitas in pluritate).
En 1462 se fundó la
Academia de Florencia, donde surgió una importante escuela de corte neoplatónico,
con autores como Marsilio Ficino, Giovanni Pico della Mirandola y Angelo
Poliziano. El más relevante en el campo de la estética fue Ficino, autor de De
Amore, un comentario al Banquete de Platón, donde reflexionó sobre la belleza y
el arte. Para Ficino, Dios es el más grande artista (artifex), mientras que el
hombre sólo capta el reflejo de la belleza, que es el acuerdo de la idea con la
materia. Distinguió dos clases de belleza: la claritas, procedente de Dios, es
el reflejo de la luz divina en las cosas (la belleza de la naturaleza); la
concinnitas procede del hombre, y se basa en la armonía, en la relación de las
partes con el conjunto. Sin embargo, aunque distingue dos bellezas, una
corporal (de las formas) y otra incorpórea (de las virtudes), ambas se
subordinan a la percepción mental, ya que incluso la belleza formal es
percibida por la vista y elaborada por la mente, resultando igualmente
incorpórea. Para Ficino, la perfección interior crea la exterior, por lo que la
belleza es una imagen espiritual (simulacrum spirituale). Asimismo, distinguía
entre «belleza como tal» (pulchritudo) y «cosas bellas» (res pluchrae),
afirmando que los cuerpos pueden ser cosas bellas, pero no belleza en sí misma,
ya que están sujetos a los cambios del tiempo. También opinaba que la belleza
sólo es accesible a los «sabios» (cognoscentes), que son los únicos capaces de
juzgarla (iudicium pulchritudinis), ya que poseen una idea innata de lo bello.
Por último, en Theologia platonica (1474), Ficino recogió toda la tradición
estética neoplatónica y agustiniana y formuló una nueva teoría basada en el
Fedón platónico, la de la «contemplación»: en ésta se produce una escisión del
cuerpo con el alma, ascendiendo ésta hacia el mundo de las ideas que describió
Platón. Aquí el alma puede aprehender de forma inmediata la sensación de la
belleza.
Heredero de la estética
ficiniana fue León Hebreo, un judío español exiliado en Italia, autor de
Diálogos del amor (1535). León continuó con la tesis neoplatónica de la
atracción espiritual de la belleza, afirmando que el amor es la actitud natural
del ser humano frente a la belleza. También habló de la «gracia» –que fijó como
categoría estética–, que es la que atrae hacia la belleza, siendo en esencia
una mezcla de belleza y bondad. Por último, Agostino Nifo publicó en 1531 su
tratado De lo bello (De pulchro), donde realizó un estudio histórico de los
principales conceptos estéticos desde los sofistas hasta los neoplatónicos,
siendo uno de los primeros textos realizados sobre historia de la estética.
Nifo era filósofo y médico, y formuló una teoría sobre el amor y la belleza de
corte más científico, basada en criterios fisiológicos.
Manierismo
Alegoría de la Belleza, de
Cesare Ripa. La Belleza es una mujer desnuda con la cabeza oculta entre nubes
(símbolo de lo subjetivo de la belleza); en la mano derecha lleva un globo y un
compás (la belleza como medida y proporción), y en la izquierda una flor de lis
(la belleza como tentadora del alma, igual que el perfume de una flor).
Con el manierismo se podría
decir que comienza el arte moderno: las cosas ya no se representan tal como
son, sino tal como las ve el artista. La belleza se relativiza, se pasa de la
belleza única renacentista, basada en la ciencia, a las múltiples bellezas del
manierismo, derivadas de la naturaleza. Para los manieristas, la belleza
clásica era vacía, sin alma, contraponiendo una belleza espiritual, onírica,
subjetiva, no reglamentada –resumida en la fórmula non so ché («no sé qué») de
Petrarca–. Apareció en el arte un nuevo componente de imaginación, reflejando tanto
lo fantástico como lo grotesco, como se puede percibir en la obra de Brueghel o
Arcimboldo. Era una época de escepticismo, de relativismo, de desorientación
originada por las nuevas teorías astronómicas (Copérnico, Kepler), donde el
hombre ya no era el centro del universo. En Francia, Michel de Montaigne
relativizó la verdad, que resultaba inalcanzable; en España, Francisco Sánchez
dudó del conocimiento humano, mientras que Baltasar Gracián afirmó que «la
única cosa que tenemos clara es el vacío».
Giorgio Vasari, en Vida de
los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue
hasta nuestros tiempos (1542–1550), inauguró la era de la historia del arte
como historiografía, poniendo especial énfasis en la progresión y el desarrollo
del arte. Miguel Ángel fue el principal exponente de un nuevo concepto de la
relación entre el arte y la belleza: así como hasta entonces se había defendido
que el objetivo del arte era imitar la naturaleza, siendo la belleza su
resultado, Miguel Ángel planteó lo contrario, que el único objetivo del arte es
la belleza, y la imitación de la naturaleza sólo es un medio para llegar a
ella.
Uno de los principales
innovadores en el campo de la estética fue Gerolamo Cardano, escritor, filósofo
y médico, autor de De subtilitate (1550), que entre otros temas trató el arte y
la belleza. Cardano elaboró una teoría que relacionaba belleza con conocimiento:
al ser humano le resulta bello aquello que conoce, aquello que percibe con la
vista y el oído, o que capta con la mente. Para Cardano, las cosas sencillas
son más bellas, ya que son más fáciles de percibir; las cosas complejas, al ser
de más difícil captación, pueden llegar a desagradar. Sin embargo, cuando las
cosas difíciles de captar por los sentidos o la razón –que él denominaba
subtilitas– son aprehendidas por el ser humano, pueden proporcionar un placer
incluso mayor que las cosas sencillas. Y así como la belleza es mayor cuanto
más perceptible, la «sutilidad» también incrementa cuanto es más difícil de
captar. Lo sutil se relaciona con la rareza, la dificultad, lo oculto,
complejo, prohibido e inasequible, que serán las bases del arte manierista.
Por otro lado, Giordano
Bruno prefiguró en sus teorías algunas de las ideas modernas sobre arte y
belleza: la creación es infinita, no hay centro ni límites –ni Dios ni el
hombre–, todo es movimiento, dinamismo. Para Bruno hay tantos artes como artistas,
surgiendo la idea de originalidad del artista. El arte no tiene normas, no se
aprende, sino que viene de la inspiración. Recogiendo el antiguo concepto de
belleza como proporción de las partes, opinaba que la belleza no proviene de
Dios, pues éste es unicidad. En cambio, encontró la belleza en la naturaleza y
en las obras humanas, especialmente el arte, la función del cual es multiplicar
la belleza. Afirmó que la belleza eleva los sentimientos del hombre,
convirtiéndolo en poeta y héroe. Creía que la belleza no es única, sino
múltiple (multiplex), que es indefinida e indescriptible, y que es relativa, no
hay una belleza absoluta. También creía que depende del estado de ánimo, y que
puede suscitar diversos sentimientos desde la atracción y la complacencia hasta
el amor.